El orgullo ciega y el prejuicio ensordece. Por eso, no vemos un orgulloso que avance, o un prejuicioso que escuche.
Nuestra visión queda en un túnel, todo a nuestro alrededor parece ser igual, nublado, poco diferente. Sí, a medida que el orgullo se va instalando, ¡dejamos de ver! Pero, ¿ver el qué?
Nuestros propios defectos, las dificultades enfrentadas por los demás, las situaciones que la vida presenta y que, muchas veces, no hacen parte de nuestra realidad y que, por eso, no las entendemos.
Sí, el orgullo nos ciega de tal forma que pasamos a ver sólo nuestro ombligo, además, pasa a ser el centro del mundo, de nuestro mundo. Y así como el orgullo actúa sobre nuestra visión, los prejuicios actúan sobre la audición. ¿Pero cómo? Simplemente, ensordecemos… a las voces de los demás, opiniones, consejos, puntos de vista o valores… son ecos, gritos mudos, que se pierden en el tiempo y en el espacio, porque no los podemos escuchar.
El orgullo es un concepto exagerado que alguien hace de sí mismo y el prejuicio es una opinión formada anticipadamente, sin fundamento serio o análisis crítico. Es decir, ambos de una forma u otra, alteran tus sentidos, uno nublando tu visión, y otro obstruyendo tu audición.
Entonces, pon atención: ¿Has visto y escuchado bien?
Fuente: juliofreitas.com