Pero nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo mortal en un cuerpo glorioso semejante al suyo, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas. (Filipenses 3:20,21)
Nuestra ciudadanía define quien somos en este mundo – en que países podemos entrar, que gobierno vendrá a rescatarnos en tiempos de desastres o peligro, donde trabajaremos, y si vivimos o no en una sociedad libre, abierta, o en una cerrada, opresora. Americanos, alemanes, mexicanos, japoneses, iraníes… Nuestra ciudadanía tiene una influencia tan grande en nuestras vidas que muchos arriesgan todo y gastan grandes sumas de dinero solo para ingresar a un país libre, próspero.
Pero cuando entregamos nuestras vidas al Señor Jesús, nos tornamos ciudadanos del cielo. Ya no pertenecemos más a este mundo o a un país. Pertenecemos a Dios. Somos forasteros, extranjeros en este mundo, y nos rehusamos a apreciar las cosas que este mundo aprecia. Cuando hablamos, lo hacemos por la fe y muchas veces no somos entendidos por los que están a nuestro alrededor – nuestras palabras y actitudes confunden a las personas, porque ellas fluyen de un corazón y mente donde Dios está en primer lugar.
¿Usted espera ansiosamente por un Salvador? ¿Anhela que su humilde cuerpo sea transformado en otro glorioso? ¿Se considera un ciudadano del cielo?¿No le molesta que las personas del mundo le tratan como un forastero? ¿Su salvación es más importante que el dinero, familia y posesiones? Espero que haya respondido sí a todas estas preguntas. Si no lo hizo, necesita urgentemente de ayuda.
Y el mundo pasa, y sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. 1 Juan 2:l7.