Dios, como Padre, siempre usó leyes y mandamientos para colocarle ciertos límites al ser humano. Desde el Edén, determinó que el hombre no tocase los árboles de la vida y del conocimiento del bien y del mal (El diezmo, por ejemplo, es un tipo de “árbol del Edén”, un límite que Él también usa para que el ser humano sepa que no es Dios). Cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, la primera cosa que Dios hizo fue darle leyes a Moisés, para que este se las pasara al pueblo. Aquellas leyes eran los límites, los mandamientos designados para organizar la vida de los Israelitas, que hasta entonces no tenían un código de ley propio.
Los padres y las madres pueden extraer de ahí un precioso ejemplo de cómo el propio Dios lidia con Sus hijos. Él sabe que si no les pone límites a las personas, vivirán de manera desordenada y se herirán a sí mismas y a otras.
Uno de los problemas más serios actualmente en los hogares donde hay hijos—pequeños, adolescentes o incluso adultos—es la falta de límites. Los padres, o por ignorancia, o por no querer tener dolor de cabeza o simplemente para agradar a los hijos, terminan dejando que hagan lo que quieren, sin límites. Pueden jugar videogames dos, tres, cinco horas por día, pueden navegar en Internet solos en el dormitorio, pueden estar dos horas en el teléfono con las amigas de la escuela, pueden dejar el dormitorio desordenado para que los padres lo limpien más tarde, pueden no sentarse en la mesa para comer con la familia, pueden gritarles a los padres, pueden vi
vir en la casa ya en edad adulta y no contribuir con nada, pueden estar de novios con quien quieran y los padres no necesitan ni siquiera conocerlo… y por ahí sigue.
A pesar de que no les guste que los padres impongan límites y reglas, los hijos necesitan eso. La inmadurez y la inclinación hacia el mal que todo niño y joven tienen son una receta para que se transformen en desastres humanos, si son dejados sin ninguna disciplina.
Por eso, el padre y la madre deben actuar en conjunto para determinarles ciertos límites y reglas a sus hijos, visualizando el bien de ellos. Comunicarles bien esas reglas a sus hijos y no tener miedo de aplicarlas. Y siempre recordar que el objetivo es protegerlos del mundo y de ellos mismos—pero no exagerar en la dureza y en el rigor. Los padres deben ser equilibrados, permitir ciertos errorcitos de sus hijos y no vivir retándolos a todo momento por cualquier cosa. Pero en las cosas principales, deben ser firmes y justos.