¡Una mujer siendo flagrada en un acto sexual seria una gran vergüenza, imagine cometiendo adulterio!
Así fue la historia de una mujer en la Biblia que podría llamarse Susana, Ana, María… pero la llamaron de adúltera.
Ella fue vista por decenas de hombres que se decían defensores de la ley.
La arrastraron por los brazos con violencia por toda la ciudad a procura del Señor Jesús.
Dijeron que Él estaba en el Monte de los Olivos, pero cuando llegaron, ya era tarde.
“Él estuvo aquí hace poco, pero ya se fue hacia el templo para enseñar”, dijeron algunas personas que habían estado con Él en el monte.
Aquellos hombres, aún más enfurecidos y violentos, no desistieron. Y, en todo el trayecto, las agresiones verbales fueron muchas.
Las lágrimas bañaban el rostro de aquella mujer. Sus cabellos, muy despeinados. Su corazón acelerado, las piernas le temblaban… Ella sabia que caminaba hacia la muerte.
Recordaba a su familia y la vergüenza que seria para su marido. Conocía la penalidad para quien fuese encontrada en flagrante adulterio: la muerte delante de todos, para servir de ejemplo (Levítico 20:10).
No había nada que pudiese hacer para cambiar su destino, solo llorar amargamente por el error que había cometido. Vivía los últimos minutos de su vida y no había nadie cerca para que, por lo menos con la mirada, la apoyase – solo había desprecio.
Lograron llegar delante del Maestro. Los acusadores tenían tanta certeza de la ejecución que corrieron indignados para tomar las piedras.
“Y la poniendo en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer fue flagrada, en el propio acto, adulterando”. Juan 8:4
El Señor Jesús, viendo la intención de aquellos hombres, se puso en cuclillas para escribir en la arena. Cual era la palabra… no lo sé… pero Su gesto silenció a todos los acusadores.
Él hizo con que todos se acordasen de su condición de pecadores y fallos. Nadie estaba en la condición de tirar una única piedra. Juzgar es algo Divino.
La actitud del Señor Jesús en aquel momento mostró que Él prefiere creer en el arrepentimiento y en el cambio, y así lo hace hasta nuestros días. La pobre mujer postrada en el piso, humillada, lastimada, oyó la voz dulce y fuerte, voz de un verdadero gentleman:
“Ni yo te condeno; vete y no peques más”. (Juan 8:11)
Pienso que dijo esas palabras mirando en lo más profundo de sus ojos, extendiéndole la mano para levantarla del suelo.
El término no fue un sermón, pero Él la regresó a la sociedad y a la familia con apenas una frase.
Creo que ella se levantó, Lo amó, Lo siguió, Lo sirvió por el resto de sus días.
No existe forma de valorizar aún más a alguien, que confiar y cuidar de ella. Es eso, lo que todas nosotras las mujeres, hemos recibido de Dios.
Él no solo nos conquistó para Él, pero ha sido nuestro Padre, gentil amigo y apoyador, todos los días.
La manera en que trata Su pueblo y Su iglesia es incomparable; fue capaz de dar la vida por ella.
Sintió dolores para que nosotras no sintiésemos; fue avergonzado para darnos honra; sintió la angustia de separarse del Padre, para que nosotras no nos quedásemos separadas de Él ni un solo día… en fin, ¡que fe, que obediencia, que entrega, que amor, que simpatía!
Somos lavadas y adornadas como una novia para el día de nuestra boda, cuando surgiremos esplendorosas para Nuestro Novio.
Reconocer el bien que recibimos, agradecer y retribuir son reglas de oro para la vida.
Fuente: cristianecardoso.com