El Señor jamás dejara que algo injusto acontezca con alguno de sus hijos.
Todos están postrados delante de la estatua de oro que el rey de Babilonia, Nabucodonosor, mando a hacer.
Hay pueblos y autoridades del reino – entre ellos príncipes, alcaldes, gobernadores, consejeros, tesoreros, jueces y oficiales –, rendidos a un objeto sin vida, pues temen a la muerte por el horno de fuego – el destino que Nabucodonosor había prometido a los que no se arrodillarán.
El rey sabía que estaba actuando contra la voluntad de Dios de Israel, pues, el segundo año de cautiverio del profeta Daniel, en Babilonia, Nabucodonosor tuvo un sueño que le revelaba la caída de los imperios en los siglos que vendrían después de su reinado.
Y cuando Daniel explico el sentido del sueño que tanto aterrorizaba a Nabucodonosor, el rey confeso su admiración hacia el Dios de los Hebreos, diciendo: “Ciertamente, su Dios es el Dios de los dioses, es el Señor de los reyes.”
Mas, allí, delante de los rendidos a su estatua, él había olvidado que un día el pronuncio aquellas palabras.
Sin embargo, entre aquellas autoridades habían tres verdaderos siervos de Dios: Sadrac, Mesac y Abed-nego, que, mientras todos se curvaban, ellos permanecían firmes en su posición.
Indignado, Nabucodonosor mando a buscarlos y les dio una segunda oportunidad para que se doblasen delante de aquella estatua. Sin embargo, sin vacilar, los jóvenes respondieron: “He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará.”
Al oir esas palabras, la ira tomo cuenta del corazón de Nabucodonosor. Su rabia era tanta que su rostro se desfiguro y, poseído de odio, mando que lanzaran a los jóvenes en el horno.
El fuego era tan fuerte que hasta las autoridades murieron cuando se aproximaron al horno para empujar a los muchachos.
Entretanto, el rey de babilonia quedo impresionado y no creía lo que sus ojos veían. Junto aquellos jóvenes había un cuarto hombre, con apariencia del “Hijo de Dios”, como lo observo el propio rey de Babilonia.
Entonces, aproximándose al horno, dijo Nabucodonosor: “Sadrac, Mesac y Abed-nego, siervos del Dios Altísimo, salid y venid.”
Aquellos muchachos estaban intactos, ni sus ropas se quemaron, ni el olor a humo quedo sobre ellos.
Viendo que había errado en su juicio sobre los aquellos jóvenes, una vez más el poderoso rey de Babilonia, considerado el más grande de todos los tiempos, confesó su admiración por el verdadero Señor.
El siervo nunca es avergonzado.
Dios es justo y sus hijos, son protegidos por Él. Hay personas que pueden planear y hasta desear el mal para alguien que está delante de la justicia de Dios, como hizo Nabucodonosor. Sin embargo, el Señor Dios jamás dejará que algo malo o injusto acontezca con alguno de sus hijos.
El precio para quien desafía la misericordia de Dios es la confesión de que es impotente – incluso cuando aparentemente tiene algún poder en la mano.
No importa el tamaño del horno que intenta consumir su vida; no importa el tamaño de la indignación de quien planea el mal, Dios será el justo juez.
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