
La conciencia es el termómetro de la espiritualidad cristiana y, sin un sincero arrepentimiento, la fe no es práctica, sino teórica.
No hay manera de que hablemos de nuevo nacimiento sin que antes hablemos de concientización y arrepentimiento. La conciencia es como el «chip» del alma, donde quedan guardadas las informaciones sobre el estado espiritual de los seres humanos, a fin de que sirvan como testigos el día del Juicio Final, pues las Escrituras enseñan:
«Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados; porque no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados. Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, estos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos, en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio» (Romanos 2:12-16).
Dios va a juzgar los secretos de los hombres. La persona que esconde algo está cavando su propia sepultura. Cuando la conciencia está limpia y no esconde nada la persona tiene paz.
Vemos cuán importante es para la salvación eterna el hecho de mantener la buena conciencia. Si al cristiano no le importa su mala conciencia y convive con ella, aun cumpliendo otras obligaciones religiosas, tarde o temprano naufragará en la fe.
Lo que realmente importa es tener una conciencia pura delante de Dios, aun viviendo en un mundo de constantes desafíos para la paz de nuestra conciencia. Y en eso consiste nuestra gloria.
También es fundamental el verdadero arrepentimiento. Es el «orden del día» en la Biblia Sagrada. El Señor Jesús comenzó Su ministerio proclamando el arrepentimiento: «Arrepentíos, porque el Reino de los Cielos se ha acercado» (Mateo 4:17).
Solamente a través del arrepentimiento la persona es libre de todos sus males.
Arrepentirse significa abortar el pecado y, enseguida, sentir profunda tristeza por haberlo cometido. No debemos confundirlo con el remordimiento, que es nada más que un simple sentimiento de molestia en la conciencia. La persona siente eso durante algún tiempo, pero inmediatamente después se le pasa, y regresa a la práctica del pecado.
El Señor, hablando a través del profeta Joel, dijo: «… convertíos a Mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento. Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira…» (Joel 2:12-13).
A ejemplo de lo que hizo con el pueblo de Israel, Dios llama a todas las personas a una verdadera conversión, la única actitud posible que puede llevar a la persona a andar en los caminos correctos y a darle la espalda al pecado. Hecho eso, podrá andar en Espíritu y vivir en plenitud de vida.