Hace muchos años, un hombre partió en dirección a Jerusalén, cargando una cruz grande y pesada. Ésta medía tres metros de largo por dos de ancho. Mientras cargaba la cruz, se acordaba del sufrimiento de Jesús, e imaginaba el dolor que Él había sentido cuando fue clavado en ella.
Así, el hombre seguía enfocado en su decisión y, paso a paso, lentamente, cargaba la cruz cuya punta interior se arrastraba por el suelo, dibujando una raya en la tierra.
Después de muchas horas caminando, el hombre vio un monte. Como estaba tan agotado, dudó de que lograría vencer la subida. Mientras meditaba en la dificultad que tenía por delante, alguien que pasaba le sugirió que cortase un pedazo de la cruz, para que fuera más liviana.
– ¡Es una buena idea! Disminuyendo un poco la carga, tendré más condiciones de subir la montaña. Así, quitó un pedazo de la cruz, que se tornó bien menos pesada, y siguió su caminata.
Los que ya estuvieron en Jerusalén saben que para llegar allá es necesario subir muchas montañas. La ciudad del rey David, también llamada en la Biblia de “ombligo del mundo”, está ubicada en la cima de un monte y está cercada por otros montes. Se trata de un terreno difícil, en un ambiente arenoso, seco, muy cálido durante el día y muy frío en las noches.
A cada subida que se encontraba en el camino, el cortaba un pedazo más de la cruz. Así, a lo largo del camino, la pesada cruz fue tornándose a cada corte, más liviana, y en vez de caminar lentamente como al inicio, el hombre ya podía caminar a un paso acelerado e iba cantando bien relajado.
Todo parecía ir muy bien, hasta que surgió en su camino un río caudaloso, cuyas aguas caían abundantemente desde lo alto de la montaña llenando los valles. El puente sobre el río estaba roto, le faltaba exactamente un trecho de tres metros en la parte central.
Delante de aquél obstáculo, el peregrino hizo la siguiente oración:
-“Señor, Tú sabes que mi mayor deseo es llegar a Jerusalén. Vengo desde lejos, y ahora que me aproximo de realizar mi sueño, no sé como haré para, sin arriesgar mi vida, llegar al otro lado del río. Como puedes ver, Señor, el puente está dañado y no hay modo de cruzarlo.
Entonces una voz desde el cielo le respondió:
-“Hijo mío, para trasponer este obstáculo con seguridad, ¡es solo usar la cruz que te he dado!
Muy triste, el hombre se dio cuenta que la cruz, ahora, después de tantos pedazos cortados, estaba demasiado pequeña y no le servía más para colocar en el tramo que él necesitaba cruzar. La cruz, al principio, con sus tres metros, tenía exactamente la medida que él necesitaba para cruzar el puente roto.
En la vida, cada uno de nosotros, carga la cruz que necesita para ser preparado para vencer los obstáculos que surgen en nuestro camino. ¡Nuestra cruz no es ni mayor ni menor: es del tamaño exacto!