Un miembro habitual de una determinada iglesia, sin dar ninguna explicación, dejó de participar de las actividades regulares…
Después de algunas semanas un líder de aquella iglesia decidió visitarlo. Y era una noche de mucho frío.
El líder encontró al hombre en casa, solo, sentado delante de la chimenea, donde ardía un fuego brillante y acogedor.
Sabiendo la razón de la visita, el hombre condujo al líder cerca de la chimenea y lo acomodó en una silla confortable, esperando la bronca. Los dos estaban en silencio. Observaban las llamas que consumía la leña.
Después de algunos minutos el líder acercó hasta poder alcanzar las brasas que se formaban. Cuidadosamente seleccionó una de ellas, la más incandescente de todas y la colocó a un lado.
Y se volvió a sentarse, permaneciendo en silencio e inmóvil. El anfitrión observaba todo con mucha atención.
Unos momentos después la llama de la brasa que fue separada fue disminuyendo, hubo un brillo momentáneo y su fuego se apagó por completo. En poco tiempo, lo que antes era una fiesta de calor y luz, ahora no pasaba de un negro, frío y muerto pedazo de carbón cubierto de una espesa capa de hollín.
Ninguna palabra, a parte de saludos, había sido dada aún…
El líder, antes de prepararse para irse, manipuló nuevamente el carbón frío e inútil, colocándolo de nuevo en medio del fuego. Casi inmediatamente el carbón cogió fuego nuevamente, alimentado por la luz y calor de los carbones ardientes a su alrededor.
Cuando el líder ya estaba en la puerta para irse, el hombre dijo:
Gracias por su visita y por la bella predicación. Voy a volver a la iglesia. ¡Dios le bendiga!