Oír a Dios, es cuando percibimos lo que Él nos enseña.
¿Y cómo sabemos, si de hecho, Lo oímos? Porque quien oye a Dios, Le obedece. Quien no Lo oye, se queda indiferente a sus enseñanzas.
Abraham estaba en medio de personas idólatras, pero oyó a Dios e inmediatamente Le obedeció:
“Y él dijo: Escuchadme, hermanos y padres. El Dios de gloria apareció a nuestro padre Abraham cuando estaba en Mesopotamia, antes que habitara en Harán, y le dijo: Sal de tu tierra y de tu parentela, y ve a la tierra que yo te mostraré.” (Hechos 7:2,3)
Por otro lado, Jacob necesitó varios años para que finalmente se sometiese a la voz de Dios, y tener así su nombre transformado.
Así como en aquel tiempo, Dios aparece hoy, para darnos instrucciones en relación a lo que Él quiere, pero no todos, y podemos afirmar – sin equivocarnos- que apenas una minoría, son los que Lo oyen, es decir, Le obedecen.
Quien oye, genera en sí automáticamente una separación de quien no oye, porque la obediencia hace la separación.
Oír es ser humilde para someterse. Quien resiste y no es flexible, no consigue evolucionar, porque está es la primera condición para desarrollarse en la vida espiritual.
Oír a Dios, es parar en medio de los quehaceres para someterse a Su voz. Y, también, cuando alguien se refiere a algo a tu respecto, percibes tus actitudes, para evaluar si aquello es verdadero o no. Y, si tienes dificultades de ver la verdad sobre ti misma, debes tener humildad para buscar a Dios y pedirle que Él te revele.
Si yo soy resistente, creo una barrera entre mi y la persona que me enseña. Y, de la misma forma que yo procedo con Dios, las personas procederán conmigo.
Quien tiene ideas fijas o “refunfuña”, no consigue oír la Voz de Dios, porque Él no grita o Se impone, sino que susurra Su Voluntad.
Evalúa tu vida y percibe si realmente estás atenta a la Voz de Dios, a través de la obediencia.